La señorita Esther H.
en el camino solitario, excepto
algún zorro, me pidió que no la mirara, que
me volteara
porque iba a rociar el mundo. Yo escuché entonces
a mis espaldas
ese sonido sibilante de sus aguas entre las piedras.
Pichi de mujer
no es pichi de hombre, supe. Pichi de mujer
se expande y se hace atmósfera, marejada
concuspiscente
que ese día envolvió también al caballo, al buey que labraba,
a mi perro colero
y a cuanto macho que respiraba a la redonda.
La señora Esther H. era mi maestra rural.
Ella dilató por primera vez la nariz
de mi corazón.
Una arbitrariedad de niño
sospechó su reconditez como fruta de rápido zumo.
Unas veces naranja, otras ciruela de Chile.
En la escuela rural sabíamos poco
pero sospechábamos mucho.
in Cosas del Cuerpo, de José Watanabe
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